Países-caso

ESPAÑA

La crisis económica y las políticas de austeridad han puesto en cuestión la gestión de la red pública de servicios, ya que han venido acompañadas de numerosos escándalos de corrupción política y de malversación de fondos públicos. Este contexto histórico ha reformulado tanto los valores democráticos de la ciudadanía como los estándares en los que se situaban los estudios del bienestar en la academia. El discurrir de ambos procesos ha sido paralelo. Las calles se llenaban de protestas y reclamaciones y surgían en las propias plazas nuevos modelos de administración que trascendían a los cánones de lo público y de lo privado. Era el germen aplicado de las nociones de “lo común” y “lo comunitario” que ya se había puesto en práctica en los movimientos antiglobalización de los años noventa.

El resultado se dejó sentir también en la universidad y en la investigación social. Años examinando el bienestar, sus derroteros, las posibilidades del mercado y, de repente, parece necesario revisitar a las clásicas feministas marxistas de los setenta que definían la comunidad como un elemento de resistencia político desde el que afrontar los delirios del neoliberalismo y el monopolio capitalista. Es así, como ambos movimientos (el ciudadano y el académico) se retroalimentaron para visualizar las posibilidades de la participación cívica y las realidades que pueden afrontarse fomentando los vínculos cooperativos. La perspectiva de los estudios feministas se convierte en esencial para formular nuevas herramientas de organización política puesto que la clave de la resistencia se encuentra en afrontar los “nuevos riesgos sociales” (aquellos creados a partir de la crisis sistémica), en los cuales, las mujeres son protagonistas. Tanto por afectarles en mayor medida las situaciones de precariedad como por ser ellas el grupo social que está manteniendo el sistema de cuidados a través de su trabajo no remunerado.

En España, las fronteras que separan las experiencias comunitarias del Estado, la familia o el sector privado no están claras y los bordes se muestran difusos. Las combinaciones entre “lo público” y “lo común” parecen múltiples: pueden darse desde la propia auto-gestión, pueden crearse a partir de organizaciones no gubernamentales o asociaciones de distinto signo  (como las redes de apoyo mutuo para asegurar la supervivencia y reproducción social de algunos colectivos, bancos de tiempos para intercambio de bienes y servicios, entre otros) pero también parece activarse cuando los poderes públicos municipales se asocian con las redes vecinales y ciudadanas (Proyecto Radars, Mares Madrid, Madrid Ciudad de los Cuidados, A Coruña Coidadora son algunos de estos programas). Todo ello demuestra que la comunidad se ha convertido ya en una de las agencias imprescindibles para evaluar la organización social de los cuidados.

Las tendencias demográficas de aumento de la longevidad y, por tanto, de crecimiento de adultos mayores con necesidades de cuidados de larga duración suponen el riesgo de atribuir más responsabilidades a las familias, a las mujeres y generar más desigualdades sociales entre aquellos hogares que puedan articular una respuesta a esta demanda en el mercado y aquellos que no puedan hacerlo. En este contexto, la comunidad, lo común, no puede convertirse en una opción de desresponsabilizar al Estado o de delegar en el mercado o de substituir a la familia. La cuestión apunta a buscar un equilibrio que permita mantener la sostenibilidad de la vida y sus exigencias a lo largo de todo el ciclo de la vida. Se trata de articular una red donde lo público, lo privado y lo comunitario se teja para fomentar una responsabilidad compartida que supere la individualización. Sin embargo, y como bien supieron advertir las feministas británicas en los años ochenta, a pesar de las implicaciones positivas de la comunidad, en este espacio también existen desigualdades relativas a la presencia mayoritariamente femenina y al peligro de la desprofesionalización de los cuidados. Reclamar la comunidad como agente de cuidados debe tener la consigna de apelar a la responsabilidad cívica y a la necesidad de cooperación a lo largo de nuestra trayectoria vital.

ARGENTINA

El cuidado comunitario es una tarea con una larga historia en la República Argentina, cuya importancia se acrecentó en los barrios populares desde mediados del siglo XX. Entre fines de la década de los setenta y principios de los ochenta, en el marco de la dictadura cívico-militar y los efectos de las políticas de ajuste estructural, el cuidado comunitario se expandió como estrategia de subsistencia frente a la crisis socio-económica involucrando a cada vez más mujeres de sectores subalternos. Comedores, copas de leche, merenderos, guarderías, salas de salud, espacios de recreación y roperos comunitarios se multiplicaron a lo largo del país, y consolidaron al cuidado comunitario como un trabajo “útil” y “necesario” frente a una creciente des-responsabilización del Estado en relación con el bienestar de las poblaciones que habitan el territorio nacional.

Si bien tradicionalmente los procesos de reproducción social fueron resueltos desde los hogares, la profundización de las condiciones de precariedad -que afectaron no solo a las familias sino también espacios más amplios, como barrios y zonas urbanas concretas- impulsaron el despliegue de distintas estrategias de subsistencia que trascendieron el ámbito familiar. Las mujeres que residen en las periferias urbanas conformaron entonces redes barriales de “compartencia”, no exentas de conflicto, cuyas prácticas se articulan con programas estatales que fomentan el cuidado comunitario anclado al espacio barrial, como una forma de gestionar los umbrales de precariedad de la vida cotidiana de las familias que residen en esos territorios, en especial la de su población infantil. Si se tiene en cuenta que, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) para el primer semestre del 2019, en Argentina el 52,6% de las personas entre 0 y 14 años son pobres, se comprende que lo comunitario se haya tornado indispensable para la sostenibilidad de la vida en el contexto vigente.

La gestión de lo común en esos barrios resulta además un espacio propicio para la configuración de prácticas de ciudadanía. Quienes se dedican al cuidado comunitario -mayoritariamente mujeres nativas y migrantes de la región sudamericana que arribaron en las últimas décadas- tienen una participación política activa, vinculándose con distintas organizaciones sociales y con actores estatales con quienes intentan negociar demandas barriales colectivas. El cuidado comunitario no solo hace visible, tanto al interior como hacia el exterior de los barrios, a las mujeres que lo realizan; sino que también tiene la potencialidad de abrir instancias de lucha, resistencia y reconocimiento desde un lugar “común” de solidaridad en los márgenes de las ciudades.

ECUADOR

Frente al desplazamiento del ámbito comunitario en las discusiones sobre reproducción y cuidados en Europa, en América Latina, éste formó parte de los análisis feministas, particularmente de aquellos que se referían a la participación política de las mujeres. Se analizaron los comedores populares, las economías solidarias, las madres comunitarias y distintas modalidades de cooperación vecinal, todos ellos recursos comunes frente a la arremetida neoliberal en las décadas de 1980 y 1990. Las mujeres, tanto en lo urbano como en lo rural, estuvieron al frente de procesos colectivos que buscaban restituir la vida diaria de sus miembros en las nuevas condiciones. A diferencia de lo que sucedió en Europa, estos procesos lograron articular nuevas redes de apoyo frente al abandono por parte de los Estados. Algunas fueron auténticos campos de experimentación para la gestión cotidiana bajo el protagonismo social y político de las mujeres. La literatura feminista se dedicó al menos durante dos décadas a entender estos procesos desde una vertiente eminentemente política.

Lo comunitario, el paisanaje o los nuevos lazos que se armaron en las periferias de las ciudades eran el motor de la organización para la toma de tierra y los asentamientos informales. El Estado y las agencias de desarrollo acabarían aprovechando su legitimidad en su propio beneficio. Para el caso de Ecuador se ha demostrado cómo durante la reestructuración y modernización del Estado se produjo una transferencia de responsabilidades asistenciales hacia la sociedad civil, más exactamente hacia las familias y las mujeres. En esa década se establecieron entre 500 y 800 nuevos grupos políticos de mujeres orientados a la satisfacción de las necesidades de los hogares. Esta expansión resultó paradójica; si bien éstas lideraron un movimiento político que amortiguó los efectos del ajuste estructural, simultáneamente supuso la conversión de la comunidad en un espacio de desresponsabilización del Estado y sobrecarga femenina. En estas coordenadas, las mujeres pasaron a ser promotoras asociadas a agencias estatales que transferían recursos altamente focalizados hacia los sectores empobrecidos de la población. La institucionalización deficitaria de la acción popular influyó sobre los programas sociales, hecho que continúa hasta el presente.

El sostenimiento se apoyó en fuertes canales comunales, y el bienestar desarrollista se desplegó desigualmente en la región. La relación de las comunidades amazónicas con el agua en Ecuador, por ejemplo, presenta un caso emblemático del proyecto histórico  capitalista para las periferias de las periferias, a caballo entre la expansión de la frontera extractiva y la reproducción metabólica del mundo. A pesar del largo proceso de colonización de estas tierras, deliberadamente caracterizadas como vírgenes, vacías e improductivas, los sistemas de resguardo del ayllu preservaron relaciones, valores y simbolismos asociados a la continuidad entre el «cuidado» de chakra, plantas y cultivos, del agua y los ríos, de adultos, niños y ancianos, de animales y espíritus. El llamado postdesarrollo generó nuevas separaciones y fragmentaciones. El cuidado colectivo, entendiendo por colectivo el universo viviente entrelazado, lo que algunos pueblos enuncian y politizan como Selva Viviente (Kawsak Sacha), plantea los límites de la fase actual del desarrollo y de las dicotomías modernas que disocian naturaleza y sociedad.